domingo, 8 de marzo de 2015

Acerca de lo que hay en mi sangre de mujer



En mil ochocientos noventa, ya radicada en Buenos Aires y dedicada a recopilar sus escritos, mi pariente lejana, Juana Manuela Gorriti, publicó un libro llamado Cocina Ecléctica. En el prólogo, comenta la razón que la llevó a tal empresa. Se lamenta no haber visto tempranamente y con claridad ese rol de sacerdotisa doméstica de la mujer, habiéndose distraído con lecturas y pensamientos tan alejados de esa vida. Arrepentida se confesó a sus amigas, quienes le pusieron como condición para perdonarla de tamaño desvío, hacer públicos sus pensamientos justamente en un libro. Así nace Cocina Ecléctica, una recopilación de las recetas que sus amigas le proporcionaron. La gallina a la tucumanita de mi bisabuela Isabel Torrens de Madariaga, una receta que tal vez jamás intentaré, está entre esas páginas, que no es un simple recetario, sino una propuesta inteligente que aún hoy sería bien recibida por los editores.
Es posible que la presión social o simplemente una nueva perspectiva, producto de la madurez, hubiera hecho que una mujer tan aguerrida enarbolara el emblema del fogón y las cacerolas, en un casi gesto de arrepentimiento. Sin embargo quien piense que en esa época la mujer era sólo una sacerdotisa doméstica es posible que ignore ciertas frecuentes historias de esas mujeres.
Porque ésa no fue la única producción literaria de Juana Manuela, que encontraba el momento para escribir entre reclamar el cadáver de su marido asesinado en Bolivia y sostener una escuela y un salón literario en Lima. No en vano hay quienes la consideran una de las precursoras de la novela argentina. Su producción incluye numerosos cuentos, novelas y hasta fundó una revista literaria, “La alborada del Plata”.

Para ejemplos más próximos a lo doméstico, algunos detalles de la vida de mi tatarabuela Josefa Gabriela García Pérez, a quien todos conocieron como Matilde García, esposa en segundas nupcias del Coronel José Ignacio Murga, del que fue viuda dos veces, que mantuvo la casa familiar y a sus hijos, mientras su marido alternaba su vida de tropero con los riesgos de la guerra.
Una mujer en situaciones como ésa no sólo debía presidir la vida doméstica, sino asegurarse de que esa vida fuera posible. Su marido fue dado por muerto en una batalla en setiembre de mil ochocientos cuarenta y uno. Durante un año, llevó adelante el negocio familiar: en tiempos de paz vivían de los ingresos que al Coronel le daba su oficio de tropero. Pero después de más de seis meses de ausencia, había que malvender el ganado para poder comprar azúcar, sal y yerba. Para el resto, debían hacer producir a la tierra maíz, cebollas y zapallos: una parte de las seis hectáreas de la propiedad familiar era dificultosamente trabajada por las mujeres de la casa y proveían alimentos para todos.
El Coronel apareció al cabo de un año, enfermo y discapacitado, agregando a las obligaciones de Matilde García, el cuidado y la atención médica necesaria. Un año después de la segunda muerte –esta vez, la verdadera- la firma de mi tatarabuela, con rúbrica, sofisticada y firme, está estampada en un documento por el cual se obliga a pagar a su propio hijo, la suma de 642 pesos en el término de ocho meses, con el correspondiente interés del uno por ciento mensual, obligando a tal fin, sus bienes habidos y por haber. Corría marzo de mil ochocientos sesenta y uno.
En una época de desorden y trastornos, de guerras internas y gran inestabilidad, la mujer actuó de ancla, de brújula, de timón de la vida social. Cuando fue necesario desafió las convenciones sociales, y siguió a su amado aunque eso significara el repudio de la sociedad, y aunque fuera absolutamente consciente de eso, fue capaz de regresar, desafiante a su Salta natal después de haber recorrido tres países al lado de sendos hombres. Esa es la historia de Damasita Boedo, amante del General Lavalle, primero pretendiente a asesina, y luego, compañera incondicional. Las Penélopes de la independencia americana recién estrenada no se quedaban sentadas en el zaguán mirando a la distancia mientras tejían sin más propósito que permanecer.
Eran, a la par de los hombres, no sólo enfermeras, cocineras, ayudantes, también soldados: doña Pepa la Federala, era alférez graduada de Caballería. No sólo sirvió junto a su difunto marido, el Sargento Mayor Don Raymundo Rosa, sino que se presentó a solicitar el ajuste de sus sueldos, haciendo una breve reseña de sus servicios y acciones de guerra en las que se halló. El texto de esa solicitud,  cargado de orgullo por los servicios prestados, y de firmeza en la demanda de sus derechos descubre el pedernal que las mantenía de pie y el fuego que las impulsaba.
Y es que no puede ser de otra manera, qué sangre es la que portaban estas mujeres, sangre de conquistadores, aventureros, tolderías… Como las historias de las mujeres de Hernán Mexía de Mirábal, fijodalgo con muchas habilidades de guerrero y conquistador y pocas pertenencias, que vino desde Sevilla para “hacerse la América” a sus pocos quince años, atravesando las Indias por agua y tierra desde Panamá a lo que después se llamaría la Gobernación del Tucumán. Una activa vida de conquistas, fundaciones y colonizaciones del norte argentino: Santiago del Estero, Tucumán, por citar las más importantes lo tuvieron entre sus ciudadanos primigenios. A la sombra de esa agitada vida dos mujeres no menos fuertes. Una, indígena entregada en concubinato, María del Mancho o María de Mejía fue su compañera por 15 años, supo ganarse el respeto del Capitán Mexía de Mirábal, quien reconoció a sus hijos y les dio educación, ellos fueron los primeros criollos reconocidos de Argentina. La otra, española recuperada tras años de cautiverio con los araucanos, fue su esposa, quien también le dio hijos, continuando una estirpe que llega hasta ésta mi sangre pasando, siete generaciones más tarde, por Josefa Gabriela (Matilde) García Pérez.

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