Ella no
cree en eso
de ir a
las tumbas para recordar:
solo
cierra los ojos y lo tiene ahí,
a su
lado y con su risa.
No
necesita que le digan cuándo:
ella lo
sabe desde ese momento justo.
Pero no
olvida los golpes en la puerta
los
empujones y los gritos.
La
angustia de los pasos apresurados
y el
chirriar de los frenos,
las
noticias con sangre y sin nombre,
los
nombres con muerte y sin razón.
Alguna
noche la alcanzan
la cama
vacía,
el
peregrinaje por lugares oscuros…
la humillación,
la soledad,
su
espera desgarrada,
la
orfandad de sus hijos.
Ella
cree que sin perdón
no es
posible seguir sin sangrar.
Pero
hay una espada de duda
-no
todo es blanco y negro- ojalá fuera tan fácil.
Entre
los grises, una pregunta que nadie responde,
una
historia que es preciso jamás repetir.
Ella no
cree en ensañarse en recordar
el
dolor, la locura, la sangre, ese caballo amarillo
que galopaba desbocado dejando el pánico por
doquier,
pisoteando
los sueños, destruyendo la vida.
Ante
sus ojos están las marcas
de lo
que hicieron y lo que se hizo,
de lo
que aun se murmura
Hay un
parque lleno de árboles
(cada
uno tiene guardado un nombre)
ella
pasea entre la hojarasca silenciosa
y un
pequeño poni blanco con crines
larguísimas
(casi
un unicornio mutilado)
se
materializa en la bruma otoñal,
se
acerca y le susurra un secreto
ella lo
acaricia largamente
y
sonríe por dentro.
Pasan
los años. Ella envejece de a poco.
No
tiene entre sus manos un álbum de fotos sepia,
ni un
pañuelo húmedo de lágrimas solitarias;
tiene
la vida que va pasando
la
suya, la ajena…
la de
todos los días,
la que
ha ido amasando
a puro
esfuerzo y sazón de lágrimas.
La que
endulzan las risas de los nietos
y tejen
sus manos con ganas de amar.
Y a
veces, sentada junto a la laguna
al
final del verano, cuando no llueve,
y el
sol cae a través de los árboles,
el
viejo poni descolorido se echa a su lado
y
juntos miran el pasado
sin
olvidar ni una risa.