viernes, 6 de febrero de 2015

Macondo



Sé que sucedió cuando me instalé en el sofá del comedor, refugiándome del trajín doméstico para devorarme las últimas páginas de Cien años de soledad.

El comedor era la habitación más amplia de la casa, sus gruesas paredes de adobe pintadas color limón desteñido y su techo altísimo del que estaba suspendido un deteriorado cielo raso de lienzo ayudaban a crear un ambiente fresco en la canícula de febrero.

El hastío era indescriptible, especialmente porque la alternativa era baldear las rojas baldosas de la galería en las que agonizaban los helechos o lavar la ropa en la pileta en el lejano fondo de la casona de mi tía, que era donde se habían refugiado de su vida de trashumantes nuestros padres, pertinaces artistas de circo, para permitir —gracias a Dios— que su último retoño naciera en algún lugar definido.

No era que lo contrario me molestara, pero a veces resultaba complicado explicar por qué había nacido en Viedma si mi hermano era de Ceres, mi madre de Colonia y mi padre de Temuco. Supongo que ellos habían percibido tales problemas alguna de las miles de veces que tenían que ir a hablar con nuestros maestros, desconcertados no sólo por nuestra insolente independencia y flexibilidad para adoptar rápidamente lo peor de las mañas de nuestros compañeros, sino por lo surtido de nuestro prontuario escolar, que más que certificaciones de cursos aprobados, parecía una guía de rutas latinoamericana.

La tía —y era tía de alguien, pero no era hermana de mi padre ni de mi madre— tenía como noventa años y le venía bien alguien de compañía, porque ya le costaba atender tanta casa con tan flacas fuerzas. Por eso siempre había tarea que hacer.

El sofá era grande, yo cabía recostada a lo largo sin problemas, y tenía una funda con flores selváticas protegiendo el gastado gobelino con que estaba tapizado. Me gustaba acurrucarme ahí, lejos del alboroto familiar, para hacer algo que había aprendido guiada por la más fantástica maestra que tuve en mis nueve años de experiencia a través de las escuelas de cuatro países sudamericanos.

Ella, Lavinia Iturre, era la maestra de sexto grado de la escuela de Trenque Lauquen. Fui su alumna desde mayo a noviembre de 1969. Primero me hice notar por mi desastrosa dicción, mezcla de todas las tonadas de la gente de cien pueblos, y luego por mi dificultad para leer en voz alta, que en realidad era dificultad para leer, lisa y llana. Lavinia era en ese entonces una joven principiante, tal vez por eso me adoptó como su desafío para ese año. O al menos eso me pareció, porque se esforzó tanto que el 11 de noviembre, Fiesta de la Tradición, yo fui la encargada de leer veinte versos del Martín Fierro de José Hernández, y fui aplaudida por todos, especialmente por mis padres, ni grandes estudiosos ni sabios, apreciando la transformación de su hija, que en sus ratos libres reemplazó los partidos de fútbol por empedernidas lecturas en cualquier rincón que lo permitiese.

Ésa es la razón por la cual había empezado a leer las cuatrocientas veintitrés páginas del sabroso libro hacía exactamente treinta y seis horas y estaba dispuesta a beberme hasta el último trago, merecido después de los desvelos, las maniobras para continuar leyendo mientras arrastraba la escoba por las habitaciones, mientras cocinaba, mientras comía … mientras reiteradamente volvía atrás para retomar la retorcida genealogía.

Así que ahí estaba, caminando por las calles polvorientas de Macondo detrás de Amaranta Úrsula, que llegaba con su marido a cuestas a la casa de los Buendía, como un torbellino renovador e irreverente, donde un Aureliano (uno más en la cadena genealógica) esquivo exploraba los rincones del conocimiento, ajeno a la realidad. Desgrané cada instante hasta llegar al inexorable momento en el cual la historia de cien años de Buendías terminaba de concretarse en el castigo de un hijo con cola de cerdo, consecuencia de las relaciones incestuosas entre Aureliano y Amaranta Úrsula.

Sentí la presión de un universo derrumbándose ante un hombre que se profetizaba a sí mismo, víctima de su sabiduría y su pasión, ambos indiscutiblemente escritos en sus genes y finalmente cumpliendo su destino, sentí como un vórtice oscuro se apropiaba de mi voluntad.

No sé con exactitud cuánto tiempo estuve atrapada en Macondo, pero era ya tarde cuando discutí con mi hermano que sostenía que me buscó varias veces por la casa, especialmente por el comedor, sin encontrarme.


 

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