Sé que sucedió cuando me instalé en el sofá
del comedor, refugiándome del trajín doméstico para devorarme las últimas
páginas de Cien años de soledad.
El comedor era la habitación más amplia de
la casa, sus gruesas paredes de adobe pintadas color limón desteñido y su techo
altísimo del que estaba suspendido un deteriorado cielo raso de lienzo ayudaban a crear un ambiente
fresco en la canícula de febrero.
El hastío era indescriptible, especialmente
porque la alternativa era baldear las rojas baldosas de la galería en las que
agonizaban los helechos o lavar la ropa en la pileta en el lejano fondo de la
casona de mi tía, que era donde se habían refugiado de su vida de trashumantes
nuestros padres, pertinaces artistas de circo, para permitir —gracias a Dios—
que su último retoño naciera en algún lugar definido.
No era que lo contrario me molestara, pero a
veces resultaba complicado explicar por qué había nacido en Viedma si mi
hermano era de Ceres, mi madre de Colonia y mi padre de Temuco. Supongo que
ellos habían percibido tales problemas alguna de las miles de veces que tenían
que ir a hablar con nuestros maestros, desconcertados no sólo por nuestra
insolente independencia y flexibilidad para adoptar rápidamente lo peor de las
mañas de nuestros compañeros, sino por lo surtido de nuestro prontuario
escolar, que más que certificaciones de cursos aprobados, parecía una guía de
rutas latinoamericana.
La tía —y era tía de alguien, pero no era
hermana de mi padre ni de mi madre— tenía como noventa años y le venía bien
alguien de compañía, porque ya le costaba atender tanta casa con tan flacas
fuerzas. Por eso siempre había tarea que hacer.
El sofá era grande, yo cabía recostada a lo
largo sin problemas, y tenía una funda con flores selváticas protegiendo el
gastado gobelino con que estaba tapizado. Me gustaba acurrucarme ahí, lejos del
alboroto familiar, para hacer algo que había aprendido guiada por la más
fantástica maestra que tuve en mis nueve años de experiencia a través de las
escuelas de cuatro países sudamericanos.
Ella, Lavinia Iturre, era la maestra de
sexto grado de la escuela de Trenque Lauquen. Fui su alumna desde mayo a
noviembre de 1969. Primero me hice notar por mi desastrosa dicción, mezcla de
todas las tonadas de la gente de cien pueblos, y luego por mi dificultad para
leer en voz alta, que en realidad era dificultad para leer, lisa y llana.
Lavinia era en ese entonces una joven principiante, tal vez por eso me adoptó
como su desafío para ese año. O al menos eso me pareció, porque se esforzó
tanto que el 11 de noviembre, Fiesta de la Tradición, yo fui la encargada de
leer veinte versos del Martín Fierro de José Hernández, y fui aplaudida
por todos, especialmente por mis padres, ni grandes estudiosos ni sabios,
apreciando la transformación de su hija, que en sus ratos libres reemplazó los
partidos de fútbol por empedernidas lecturas en cualquier rincón que lo
permitiese.
Ésa es la razón por la cual había empezado a
leer las cuatrocientas veintitrés páginas del sabroso libro hacía exactamente
treinta y seis horas y estaba dispuesta a beberme hasta el último trago,
merecido después de los desvelos, las maniobras para continuar leyendo mientras
arrastraba la escoba por las habitaciones, mientras cocinaba, mientras comía … mientras
reiteradamente volvía atrás para retomar la retorcida genealogía.
Así que ahí estaba, caminando por las calles
polvorientas de Macondo detrás de Amaranta Úrsula, que llegaba con su marido a
cuestas a la casa de los Buendía, como un torbellino renovador e irreverente,
donde un Aureliano (uno más en la cadena genealógica) esquivo exploraba los
rincones del conocimiento, ajeno a la realidad. Desgrané cada instante hasta
llegar al inexorable momento en el cual la historia de cien años de Buendías
terminaba de concretarse en el castigo de un hijo con cola de cerdo,
consecuencia de las relaciones incestuosas entre Aureliano y Amaranta Úrsula.
Sentí la presión de un universo
derrumbándose ante un hombre que se profetizaba a sí mismo, víctima de su
sabiduría y su pasión, ambos indiscutiblemente escritos en sus genes y
finalmente cumpliendo su destino, sentí como un vórtice oscuro se apropiaba de
mi voluntad.
No sé con exactitud cuánto tiempo estuve
atrapada en Macondo, pero era ya tarde cuando discutí con mi hermano que
sostenía que me buscó varias veces por la casa, especialmente por el comedor,
sin encontrarme.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario