Hoy se confirmaron mis
sospechas. De ésas que uno suele tener desde niño y que la cordura y la madurez
tienden a desdibujar. Las gárgolas no son solamente como dice el Diccionario de
la Real Academia Española —referencia absoluta de la lengua y las definiciones
si es que puede haber algo que sea una referencia absoluta en este peregrino
mundo—: «Parte final, por lo común vistosamente adornada, del caño o canal por
donde se vierte el agua de los tejados o de las fuentes». Así lo sostuvo
también Pere Rabassa, mi profesor de Historia de la Arquitectura III (es decir,
de Arquitectura Gótica), mientras blandía el puntero que usaba de bastón ¿o era
un bastón que usaba de puntero? para señalar las gárgolas que el retroproyector
dibujaba sobre la pantalla al mostrar el perfil inconfundible de un edificio
medieval.
—Lo del mito de las
gárgolas es un invento de la industria cinematográfica, afirmó descargando su
mirada furiosa ante mi pregunta acerca de la probable existencia de esos
enigmáticos y grotescos seres.
Pero en el fondo, yo estaba
convencido no sólo de que el mito era genuino, sino de que realmente existían.
O al menos, habían existido.
Eran como las siete de la
tarde, la hora en la que suelo regresar a casa. Los últimos rayos del sol
destacaban el relieve de los matorrales creciendo entre las piedras ruinosas
del Ayuntamiento, que funciona desde hace treinta años en la casa más antigua
de la ciudad, famosa por sus gárgolas y su historia de amores desencontrados,
pero ése es otro cuento. Lo destaco porque siempre me fascinó el efímero
contraste del perfil oscuro del edificio contra los arreboles del atardecer.
Caminaba absorto en el recuento de las tareas cumplidas y pendientes, un
balance casi automático de viernes a la tarde.
Interceptando la
trayectoria del último rayo de sol, unas sombras bruscas atrajeron mi atención.
Tratando de discernir qué eran, entrecerré los ojos y me encontré con un par de
figuras grises, casi pétreas, que avanzaban hacia mí en grandes zancadas de sus
piernas musculosas, desproporcionadas en relación a su encorvado torso, un poco
camufladas por una especie de abrigo impermeable, dejando al descubierto unas
cabezas ríspidamente coronadas por una pelambre de color incierto. Sin embargo,
aún desconcertado, sentí que me parecían familiares. A menos de un metro de
distancia, pude ver sus ojos saltones y su boca gigantesca, abierta en una
mueca inconfundible.
Ahí es donde todo quedó
claro. Eran las gárgolas del Ayuntamiento.
La noche se propagó
rápidamente a mi alrededor, disolviendo gárgolas y construcciones, y apresuré
el paso hasta completar las seis cuadras que me separaban del calor del hogar.
Una hora más tarde estoy
tomándome un café mientras reviso mis mails. El tercero de ellos está marcado
«urgente» y es de uno de mis colegas. Me comenta que acaba de salir de una
sesión del Concejo Deliberante de la Ciudad, en la que se decidió demoler el
edificio del Ayuntamiento para reconstruirlo, dado que un informe técnico
mostraba los graves riesgos de derrumbe. Y, como se pretendía reconstruirlo, se
requiere de mis servicios para asegurar la fidelidad de la nueva edificación a
su versión original.
Después de todo, soy el
mayor experto en Arquitectura Gótica de la ciudad.
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