domingo, 8 de febrero de 2015

De gárgolas






Hoy se confirmaron mis sospechas. De ésas que uno suele tener desde niño y que la cordura y la madurez tienden a desdibujar. Las gárgolas no son solamente como dice el Diccionario de la Real Academia Española —referencia absoluta de la lengua y las definiciones si es que puede haber algo que sea una referencia absoluta en este peregrino mundo—: «Parte final, por lo común vistosamente adornada, del caño o canal por donde se vierte el agua de los tejados o de las fuentes». Así lo sostuvo también Pere Rabassa, mi profesor de Historia de la Arquitectura III (es decir, de Arquitectura Gótica), mientras blandía el puntero que usaba de bastón ¿o era un bastón que usaba de puntero? para señalar las gárgolas que el retroproyector dibujaba sobre la pantalla al mostrar el perfil inconfundible de un edificio medieval.

—Lo del mito de las gárgolas es un invento de la industria cinematográfica, afirmó descargando su mirada furiosa ante mi pregunta acerca de la probable existencia de esos enigmáticos y grotescos seres.

Pero en el fondo, yo estaba convencido no sólo de que el mito era genuino, sino de que realmente existían. O al menos, habían existido.

Eran como las siete de la tarde, la hora en la que suelo regresar a casa. Los últimos rayos del sol destacaban el relieve de los matorrales creciendo entre las piedras ruinosas del Ayuntamiento, que funciona desde hace treinta años en la casa más antigua de la ciudad, famosa por sus gárgolas y su historia de amores desencontrados, pero ése es otro cuento. Lo destaco porque siempre me fascinó el efímero contraste del perfil oscuro del edificio contra los arreboles del atardecer. Caminaba absorto en el recuento de las tareas cumplidas y pendientes, un balance casi automático de viernes a la tarde.

Interceptando la trayectoria del último rayo de sol, unas sombras bruscas atrajeron mi atención. Tratando de discernir qué eran, entrecerré los ojos y me encontré con un par de figuras grises, casi pétreas, que avanzaban hacia mí en grandes zancadas de sus piernas musculosas, desproporcionadas en relación a su encorvado torso, un poco camufladas por una especie de abrigo impermeable, dejando al descubierto unas cabezas ríspidamente coronadas por una pelambre de color incierto. Sin embargo, aún desconcertado, sentí que me parecían familiares. A menos de un metro de distancia, pude ver sus ojos saltones y su boca gigantesca, abierta en una mueca inconfundible.

Ahí es donde todo quedó claro. Eran las gárgolas del Ayuntamiento.

La noche se propagó rápidamente a mi alrededor, disolviendo gárgolas y construcciones, y apresuré el paso hasta completar las seis cuadras que me separaban del calor del hogar.

Una hora más tarde estoy tomándome un café mientras reviso mis mails. El tercero de ellos está marcado «urgente» y es de uno de mis colegas. Me comenta que acaba de salir de una sesión del Concejo Deliberante de la Ciudad, en la que se decidió demoler el edificio del Ayuntamiento para reconstruirlo, dado que un informe técnico mostraba los graves riesgos de derrumbe. Y, como se pretendía reconstruirlo, se requiere de mis servicios para asegurar la fidelidad de la nueva edificación a su versión original.

Después de todo, soy el mayor experto en Arquitectura Gótica de la ciudad.



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